HISTORIA DE UN BUEN PICADOR

PICADOR, FOTO DE JUAN PELEGRÍN

EL SUEÑO DE UN TORERO DE «A CABALLO»

Expectante oteaba desde lo alto de su caballo, situado en la bocana de la Puerta de Cuadrillas, cómo salía al ruedo el toro que habría de picar una vez fijado por matador y peones. Conocía su raza, incluso alguno de sus impulsos, que ya había observado por la mañana cuando se celebraba el sorteo, al que siempre acudía por recomendación de su abuelo, que fue en tiempos un buen picador, y al que su padre, bisabuelo de nuestro héroe, ilustró debidamente gracias a su experiencia, afición y profesionalidad. En aquellos tiempos de su viejo ancestro, hace 100 años, el picar requería de muchas facultades, constante entrenamiento, mucha afición y un conocimiento del toro, que eran imprescindibles para salir airosos e indemnes de las actuaciones en plaza. Fue aquella una época del Toreo que se denominó de plata, tras cruzar la épica cordillera que levantara José Gómez Ortega «Gallito III», el que elevara la Fiesta de los toros hasta el más alto metal dorado.

Su abuelo le contaba que su padre se enfrentó siempre con lealtad al Toro. Que a caballo y toro era muy importante cuidar y defender; que el picar era una manera de adecuar al bravo para que sus facultades permitieran al torero lograr una faena emocionante y artística. Y que era imprescindible conocer las características de cada encaste para poder picar de la mejor manera, obteniendo de él todo lo bueno de lo que llevaba dentro. Aquellos fueron tiempos importantes en la evolución de la Fiesta. Desde la mitad del último tercio del siglo anterior, se venía cuestionando la masacre que durante la suerte de picar se producía en el «ejército de los caballos». Las sensibilidades que la sociedad requería exigía una corrida de toros menos cruenta, con menos sacrificios equinos, con más ética e igualdad de fuerzas en la lid entre la capacidad del torero y la violencia del toro. A partir de la denuncia de la Sociedad Protectora de Animales y Plantas de Jerez de la Frontera, surgieron los primeros petos protectores; desde aquel primero que sale en la portada de la revista: «La Banderilla” nº 1, mejicana, 1887, al llamado “Mazzantini”, francés, de 1905; o al de Enrique Vargas “Minuto” de 1917 llamado “de libro”, que quizás copiara del mejicano… El caso es que la Suerte de varas tomó un nuevo rumbo, y tras las pruebas y demás avatares de la sempiterna manija del “taurineo”, que ni hace ni deja hacer, tuvo que ser el dictador Primo de Rivera el que promoviera la obligatoriedad del peto con la Real Orden nº 127 sobre la protección de los caballos de las corridas de toros, a partir del 8/IV/1928.  

En aquellos años se lidiaban los toros más pesados de la historia. El reglamento taurino de 1917 fijaba en 525 kgs el peso mínimo, para plazas de 1ª, durante los meses de octubre a mayo; y de 545 kgs desde  junio a septiembre. El reglamento del 1923 subió el nivel hasta los 550 kgs en el 1º periodo y a 570 kgs en el 2º. Y eso sin peto… Lo de que ahora se lidian los toros más pesados de la historia, es un cuento sin razón; aunque lo repitan continuamente algunos picadores. Y sin peto…

PUYAZO EN TOULOUSE, PETO MAZZANTINI. 1905

La necesaria utilización del peto relajó en exceso la labor de muchos picadores, y comenzaron a ser descarados los puyazos, previo choque contra el peto, y la utilización constante de lo que luego fue denominada como “carioca”. Estas artimañas degradaron la Suerte de varas de una manera radical, quitándole todo lo que de épica tenía anteriormente. Desde entonces, la suerte bajó la ética y la estética de la Corrida al relajarse la épica, la que verdaderamente dignificaba la actuación de los piconeros.

-Todos estos pensamientos pululaban sobre la mente de nuestro picador soñador, y lo animaban a cambiar la deriva de la suerte reflejando su deseo de realizarla con las virtudes que su bisabuelo, abuelo y padre le explicaron, de manera directa o referida. Su deseo de triunfar ante el público y el Toro, le instaba a poner todos sus sentidos y conocimientos en la suerte que, a continuación, iba a realizar. Él seguía estudiando el comportamiento del burel en su recibo por los toreros de a pie.

Cuando sonaron clarines y timbales para que salieran al ruedo los picadores, nuestro soñador jinete comenzó a conjeturar su estrategia. Había visto las querencias del toro y estimó que, una vez situado en el lugar equidistante de toriles, donde siempre hay que comenzar la suerte, debería llevarse el jaco dos o tres tendidos a la derecha para poder picar con menor dificultad. No creía que el toro fuera tan bravo como para acudir al jaco en la contra querencia. Musitaba estos pensamientos mientras se dirigía a su lugar de recibo obligado, circundaba con su caballo el ruedo, pegado a tablas, pausadamente mirando al toro y sus reacciones, dejándose conducir por el monosabio para así no distraer su observación. Una vez en su sitio, aculó el caballo en tablas, perpendicular a ellas y a no más de un metro, espacio suficiente para que el torero pudiera transitar una vez colocado el toro; la idea era que su presencia pasara inadvertida, y así facilitar la puesta en suerte por parte del matador o su peonaje. Siempre pedía a su jefe de cuadrilla que le pusiera adecuadamente en suerte al toro parándolo debidamente junto al círculo interior en el primer encuentro; así sería más airosa y efectiva la acción del puyazo; con ello se vería mejor la bravura del burel y se podría evaluar mejor el castigo a infligir. A los peones les tenía dicho que no se pusieran a la derecha del jaco para evitar estimulaciones ajenas a las condiciones de bravura del toro. Todo iba perfecto; el matador dejó al morlaco junto a la raya exterior, apenas a un metro, fijado tras un escorzo de cintura artístico y seco, apenas a un par de metros de la línea radial que formara la prolongación del eje del caballo, a la izquierda de él. Nuestro piquero citó con arte y decisión haciéndose ver, levantando la vara de fresno, llamando con voz fuerte al “morito” y acercándose a él pausadamente requiriendo su atención. Con la mona sonaba el estribo con estridencia esperando que todas estas estimulaciones lograran la embestida para así poder colocar el puyazo en todo lo alto con arte y medida. Como previó nuestro soñador picador, el toro no aceptó el reto, ni al primero ni al segundo requerimiento. Enseguida dialogó con los ojos con su matador y emprendió un recorrido hacia su derecha alejándose del equidistante toril de salida. Ya estaba claro que la bravura del burel no era excesiva.

MARIANO BENLLIURE RECREA UNA BELLA SUERTE DE VARAS

Mientras caballo y caballero se acercaban al lugar elegido, el matador le llevó al toro con prontitud a sus lares repitiendo la puesta en suerte y parándolo debidamente. Otra escena similar al primer intento sin que el manso accediera al encuentro. Mirada al matador, otro intento con estimulación de llamada ostensible y, tras la renuencia al encuentro por parte del toro nuestro picador fue hacia él rebasando las rayas, lo que permite el reglamento tras quedar clara la mansedumbre del burel. El encuentro careció de épica, porque la lucha no lo es cuando uno de los litigantes no la quiere. La puya se depositó en el morrillo, casi al final de éste, y nuestro piquero soñador intentó que afectara a los músculos extensores que controlan el levantamiento de la cabeza; el toro manso es proclive al cabeceo, a embestir con las manos por delante, y al encontrar molestias en esos músculos, los epiaxiales, le cuesta más elevar su cabeza. La intensidad del puyazo la reguló con cuidado y conocimiento. El toro era manso, pero todos ellos tienen su lidia y nuestro picador tenía que facilitarle al matador que llegara a ella de la mejor manera posible.

Le gustaba más el toro bravo, el agresivo y con poder, aquel que exige técnica y fuerza, el que en la contra querencia se lanza hacia el caballo al menor requerimiento del picador. A esa clase de toro lo citaba con menor ostentación; sabía que el toro acudiría al encuentro en cualquier momento y estaba muy pendiente de cuándo se produciría éste. Frente al toro, avanzando lentamente con la vara cogida por su mitad, lo citaba ya muy cerca apuntando la puya al morrillo, sesgando poco a poco el caballo, clavando antes de llegar al peto y, apoyado en el estribo izquierdo, con torería, fuerza y dominio de la monta, giraba hacia su izquierda al equino forzando al toro a girar a su derecha. Las fuerzas del ataque eran aprovechadas por el buen picador para conducir la acción del burel con la resistencia del jaco y la fuerza de su brazo, más la del apoyo en el citado pie izquierdo inserto en el estribo, que fijaba más corto para poder equilibrar mejor el cuerpo en el esfuerzo. Así, con fuerza, técnica y torería largaba a los toros, aún a los más bravos y pegajosos, sin que la mayoría de ellos llegaran a chocar en el peto. El matador medía luego las condiciones del burel realizando un quite artístico, y si la merma de poder no había sido suficiente, ordenaba un nuevo puyazo. La 2ª vara era más importante; las reacciones del toro a ella mostrarían, o no, la bravura tras soportar el castigo. La puesta en suerte a una distancia mayor que en el primer encuentro, era más emocionante y determinante, había que medir muy bien el castigo y aplicarlo en el sitio adecuado a sus condiciones. La mesura en el sangrado se obtenía picando en el morrillo, donde no existen conductos sanguíneos importantes. La sangre es una consecuencia de la Suerte, nunca debe ser un fin. El piconero soñador había leído suficientes conclusiones al respecto procedentes de trabajos y tesis doctorales de los más eminentes veterinarios taurinos. Sabía que un toro de 500 kgs tiene de volemia unos 35 l, esto es, un 6/7% de su peso es sangre. Y que un hombre de 75 kgs, igualmente al 6/7%, tiene 5, 25 l. Los expertos habían calculado que la pérdida de sangre de un toro en la suerte de varas es de 1 a 2 litros, en el más sangrado; es decir, no llega al 6% de su volumen total. Comparando con la cesión que de sangre hacen los donantes, que oscila entre los 300 y 400 cms³, a los 5,25 l de volemia supone otro 6%; o sea, en el más sangrante de los casos, la sensación entre toro picado y persona donante sería similar. A pesar de ello sabía que una continuada pérdida de sangre durante la lidia, por haber alcanzado la puya alguna vena o arteria, las supra escapulares son las más accesibles, podía acortar el periodo de lucha del toro. Al fin y al cabo, al donante tras la extracción se le da una calma de 15 minutos y un reconstituyente en forma de bocadillo y refresco, mientras que el toro sigue de inmediato la lidia avivado por los garapullos excitatrices. La cantidad de dopamina del bovino, mucho mayor que en el hombre, consigue que su afán de atacar no merme en demasía, y el picador debe lograr ese equilibrio en su acción para que eso no ocurra.

PICADOR, OBRA DE JUAN PELEGRÍN

-Nuestro soñador piquero es un amante de su profesión; se esmera siempre en realizar su labor con la mayor eficiencia y torería. Habla mucho con su matador para que le permita realizar la suerte con libertad. Al cabo, cree conocer bien cómo debe aplicarse el castigo para obtener los mejores resultados de cada toro en la posterior faena de muleta. Y sabe también que muchos de ellos son arrastrados sin haber dado todo lo que llevaban dentro de sí de haberse aplicado la suerte debidamente.

RAIMUNDO APOYADO EN EL IZQUIERDO

Sueña nuestro picador con una afición que agradecida le premie con palmas su actuación ante un gran toro. Recuerda aquel gran puyazo que recetó a un bravo y encastado torazo de casi 700 kgs al que acompañó casi hasta el centro del ruedo sin levantar el palo, empujando sin que llegara a rozarle el peto. Era eso de lo que su abuelo decía que se vanagloriaba su padre en aquellos tiempos de caballos sin petos y toros de todas las condiciones, a los que sólo con mucha preparación física, técnica, conocimiento y mucha afición se podían domeñar. Sueña en que, además de la épica de la suerte, que proporciona la emocionante ovación del respetable, había que lograr la estética torera y la anuencia del matador por su eficiente actuación. Sueña con lograr que todos los aficionados admiren una suerte bien realizada por él; que aprendan con él cómo se debe picar, medir la intensidad de los puyazos, elegir los terrenos idóneos, dignificar al toro en su embate, realizar la suerte con torería. Como aquel gran picador de hace apenas unas décadas, Raimundo Rodríguez, que trataba a toro y caballo de “señor”; que les pedía perdón si erraba: “Perdón señor caballo”, si en el encuentro caía; “perdón, señor toro”, si, marrada la suerte le picaba en sitio indebido… Espejos en los que mirarse. Leyó su libro: “La suerte de varas hecha y dicha por Raimundo Rodríguez” y quedó prendado de tanta afición, tanta dedicación; de su empeño por hacer las cosas bien; de la admiración que los aficionados tuvieron par tan excelso piconero, tres veces premiado por la Peña “El Puyazo” como mejor picador de las Ferias de San Isidro (1970, 1971 y 1975).

RAIMUNDO CITANDO A «PAJARERO», DE VICTORINO

Terminada la suerte, nuestro piquero se apea del caballo y acude presto a su sitio en el burladero del callejón para observar cómo quedó el bravo tras su actuación. Está muy interesado en saber si el poder, la humillación y el temple del toro quedaron acorde a lo que su matador necesita para lograr una buena faena. Su prestigio está siempre en juego, por lo que se preocupa mucho en realizar la suerte con eficiencia, ética y, si es posible, con la épica que encandila a los aficionados. Desea que todos se interesen por la importancia de la Suerte de varas y, por ello se esmera en conseguir ser el mejor picador de la historia. Es un sueño, sí, pero ¿no le es lícito pensar en que puede alcanzarlo?

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José María Moreno Bermejo

José María Moreno Bermejo

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